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TESTAMENTO ESPIRITUAL
SU SANTIDAD, EL PAPA BENEDICTO
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BENEDICTVS EPISCOPVS,
SERVVS SERVORVM DEI
25 de marzo de 2025
Al acercarse el momento en que el Señor me llame a su presencia —cuando Él quiera, como Él quiera y donde Él quiera—, deposito este testamento espiritual, como un pobre servidor, indigno del ministerio que me fue confiado, pero confiado en la misericordia infinita del Padre.
La muerte, para el cristiano, no es el final, sino un paso. Es Pascua. Es la entrega del alma en manos de Aquel que nos amó primero. Es rendir la vida al Autor de la vida, con la confianza de quien espera en las promesas del Evangelio. Y así deseo partir: en silencio, en abandono, en paz.
Doy gracias a Dios por todo. Por haberme formado, por haberme conducido entre luces y sombras. Agradezco los años como arzobispo en San José, en los que aprendí el arte de acompañar. Agradezco mis años de servicio en la Curia Romana, donde la obediencia me enseñó a morir al juicio propio. Y agradezco, la elección al ministerio petrino, para el cual no era ni soy digno, y sin embargo en el que procuré ofrecerlo todo.
Agradezco con el alma conmovida a todas las personas que el Señor ha puesto en mi camino. A quienes me ayudaron, a quienes oraron por mí, a quienes soportaron mis límites. También —y de manera especial— agradezco a quienes fueron causa de sufrimiento, oposición o rechazo. A todos los he perdonado. Oro por ellos y los bendigo. Y yo mismo pido perdón: si por negligencia, dureza o error he herido a alguien, si he sido causa de escándalo o desánimo, si puse tropiezos en la vida de otros, les ruego que me perdonen. No quise sino servir a Cristo.
Deseo dejar como herencia espiritual para la Iglesia el llamado urgente a la renovación y a la santidad, que solo puede brotar de la fuente viva de la Eucaristía. Que la Iglesia no se canse de volverse a su Señor, de purificarse, de llorar sus pecados y de caminar como esposa fiel, alimentada por el Cuerpo y la Sangre del Cordero. Pido con toda el alma que no se descuide el Concilio Paulino, que considero un fruto precioso de este tiempo de gracia. En él gasté mis fuerzas, mi salud y mis días, no por mérito, sino como humilde instrumento del querer de Dios. Que sea acogido, meditado y puesto en práctica, no como una novedad pasajera, sino como una semilla del Espíritu para la edificación de la Iglesia del mañana.
Quiero además suplicar al Colegio Cardenalicio que, llegado el momento de mis funerales, no se excluya a nadie que desee participar con sincera disposición. Si hay personas de otras comunidades católicas, incluso aquellas con las que ha habido división, o personas ajenas al entorno eclesial, pero que quieran orar, acompañar o simplemente estar presentes con respeto, que se les permita hacerlo. No deseo que se imponga ningún filtro que impida a las almas acercarse a este umbral de mi tránsito, si vienen con buena voluntad. Que este acto no sea un cierre, sino una apertura: testimonio de la hospitalidad del Corazón de Cristo.
Exhorto con cariño y firmeza a los obispos a que amen profundamente a su clero, que lo escuchen, lo conozcan, lo acompañen. Que no se alejen de sus sacerdotes, sino que vivan con ellos una verdadera fraternidad. Que los traten como hermanos y como hijos, con comprensión y cercanía, con palabras de aliento y con el ejemplo de una vida entregada. A la vez, que vivan en comunión entre sí, obispos con obispos, como verdaderos hermanos en el Señor, superando toda división y cultivando la unidad que nace del Espíritu.
A los presbíteros y diáconos les pido con el corazón que oren por sus obispos. Ellos también son hombres frágiles, puestos por el Señor para apacentar su rebaño. Ámenlos, respeten su ministerio, tengan con ellos una relación filial y fraterna. No se distancien, no murmuren, no se aíslen. Sean con ellos una sola familia espiritual, caminando en unidad y fidelidad, para gloria de Dios y edificación de su pueblo.
Dispongo también que los señores cardenales se encarguen de organizar mis funerales como consideren oportuno, siguiendo la tradición y el sentido litúrgico. Como única petición personal, deseo que mi cuerpo sea colocado en un féretro sencillo, de madera, sin ninguna ornamentación exterior, completamente liso. Que no haya sobre él más que la señal de la cruz. Que sea humilde testimonio de la pobreza con la que deseo presentarme ante el Señor.
Me abandono ahora al misterio que se abre. A Cristo, mi Señor, le entrego mi alma. A María, mi Madre, me confío como un niño necesitado. A todos ustedes, hermanos y hermanas, les ruego una oración por este siervo indigno, para que el rostro del Señor —a quien anuncié débilmente— se digne mirarme con piedad cuando me llame a rendir cuentas.
Ven, Señor Jesús.
Ten piedad de mí.
Amén.
Ten piedad de mí.
Amén.
Dado en Roma, junto a la tumba del Apóstol Pedro, en la espera vigilante del Reino, a los veinticinco días del mes de marzo del Año del Señor dos mil veinticinco.