10 julio 2025

Tercer audiencia general | Papa Pablo

 

PAPA PABLO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 9 de julio de 2025

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Tercera Catequesis sobre la Unidad. 

Muy buenas noches mis queridísimos hermanos, hermanas y a todos aquellos que nos escuchan a través de los medios digitales. Les saludo con un corazón fraterno y les invito, de nueva cuenta a ponerse cómodos.

Quiero comenzar la audiencia con la siguiente frase, una frase que, en lo personal me llamó la atención y dice "Nadie debe sentirse inútil, la unidad verdadera es una unidad que escucha, que abraza y que sostiene."


Hoy continuamos este caminar de reflexiones sobre la unidad, sin embargo, hoy lo haremos desde una perspectiva muy humana, existencial y que es necesaria en la actualidad: la unidad entre cada uno de nosotros, hermanos, en el momento que la vida duele, cuando vemos que nuestra esperanza se va atenuando y la soledad parece ganarnos terreno. Hoy no vamos a hablar simplemente de estructuras, hoy hablaremos del rostro concreto de la unidad que se convierte en ternura, unidad que se vuelve compañía y se hace defensa ante el dolor, una unidad que salva vidas.


Porque, mis hermanos, ¿de qué le sirve a nuestra comunidad hablar sobre la unidad si dentro de ella existen hermanos nuestros que sienten que no valen o que no tienen lugar, incluso algunos que piensan que no importan?, ¿de qué sirve la más perfecta doctrina si no aprendemos a ver a nuestros amigos que lloran en silencio?, ¿qué testimonio da nuestra comunidad si el hermano que camina a tu lado se siente como una carga o como un adorno que nadie quiere ni voltea a mirar?


La unidad no se trata simplemente de caminar en una misma dirección, no, se trata de detenerse cuando, uno, así fuese solo uno, ya no puede avanzar. No basta únicamente con decir "somos uno" si no hemos sido capaces de hacerle espacio en nuestro corazón a aquellos que no tienen la fuerza para hablar, hacerle un espacio a los que no saben cómo pedir ayuda, a quienes están hundidos en pensamientos destructivos desde el interior. Jesús nos regaló una imagen de unidad que va mucho más allá de la conveniencia o de la estrategia: la del pastor que deja a las 99 ovejas y va en busca de aquella que andaba perdida. Y no, no va hacia esa oveja porque tenga algo que ofrecerle, no va tampoco porque sea lo más útil en el mundo ni porque tenga un futuro asegurado, no, él va porque es suya, porque la ama y, eso, eso hermanos es verdadera unidad: cuando alguien es valioso no por lo que llegase a producir o por lo tanto que brilla, sino porque simplemente existe y es amado o amada por Dios. 


Hemos caído -esto lo tengo que decir con claridad-, hemos caído en una espiritualidad muy eficiente, súper exigente y demasiado enfocada en el rendimiento, y, sin darnos cuenta, hemos poco a poco comenzado a mirar a nuestros hermanos como unas simples piezas que deben encajar o funcionar bien, y que, si no lo hacen, si se llegan a romper, si tropiezan, si se quiebran, los vamos desplazando suavemente, sin hacer ruido pero firmemente y así los matamos lentamente, los matamos con el silencio, con la indiferencia y con la ausencia. Pero, la comunidad cristiana que nace del costado herido de Cristo, no es una  "máquina perfecta", es un cuerpo vivo y en ese cuerpo cada miembro es importante, así lo dice San Pablo en su carta a los corintios: "El ojo no puede decir a la mano: no te necesito; ni la cabeza a los pies: no tengo necesidad de ustedes". No, eso no puede pasar porque, en el reino de Dios, no existen las personas descartables.
Y sin embargo, a pesar de esto, ¿cuántos hermanos o nosotros mismos pensamos y sentimos que somos un estorbo?, ¿cuántos hermanos, al no encajar terminan creyendo que su vida no vale nada?, ¿cuántos piensan que si no logran ser como los demás esperan que sean, entonces no sirven?, ¿cuántos hermanos se esconden detrás de una sonrisa por el miedo a ser juzgados mientras que en su interior reina un silencio que grita ayuda?


Ahí, hermanos, ahí entra ese precioso misterio urgente de la unidad que escucha, que se hace pequeña, que no juzga, unidad que no apresura y que se sienta a lado sin decir nada pero que ahí está. La unidad no es solamente hablarle al hermano con palabras bonitas, no, la unidad, cuando es verdadera, sabe llorar con los que lloran, sabe guardar silencio con los que ya no cuentan con fuerzas para ocultar su dolor y sobre todo, sabe mirar con ternura sin pedir ni exigir explicaciones.


Yo les digo, si en verdad somos una comunidad viva, si en verdad nos queremos parecer a Cristo, entonces no podemos ni debemos permitir que alguien a nuestro lado se sienta inútil, desechado, invisible, no, no podemos permitir que nadie se sienta solo en medio de nuestra comunidad. No todos tienen porque hablar fuerte y no todos tienen que saber enseñar o ser alegres o activos, tenemos hermanos que simplemente están, que se presentan con esa presencia silenciosa pero activa, con su oración escondida y con su visible fragilidad y eso también es servicio, también edifica y también es valioso ante los ojos de nuestro señor.


La pregunta que hoy les planteo a hacerse, con humildad y sin evasión, es esta: ¿Qué estamos haciendo, como comunidad, para que nadie se sienta inútil?, ¿estamos escuchando verdaderamente, permitimos que los corazones heridos puedan hablar sin miedo, cuidamos los espacios para que todos tengan lugar y no solo los presbíteros extrovertidos, los obispos, los cardenales, mi persona?.
Hermanos, de nada sirve que haya un templo bellísimo, de miles de metros cuadrados si existen corazones que se siente excluidos; de nada sirve un calendario lleno de actividades si no hay tiempo para una plática con el que está llorando; de nada sirve una estructura eclesial si el alma de nuestros miembros muere en silencio sin que uno solo se de cuenta y lo note. Hoy quiero que dejemos de correr, que por un momento nos detengamos, cerremos nuestros ojos -sin dormirnos- y abramos nuestro corazón a la voz que tantas veces ignoramos, por ejemplo, la voz del que sufre en silencio, porque, si, existen dolores que no se ven, hay heridas que no sangran pero que duelen más que cien espinas, existen corazones rotos por dentro que por fuera son la sonrisa más dulce y alegre y hay vidas enteras que, desde hace buen tiempo nos piden auxilio sin palabras, y, ¿cuántas veces pasamos de largo?. 


Verdaderamente existen momentos donde uno ya no sabe cómo seguir, donde perdemos sentido, dirección y la esperanza, donde se hace la pregunta de ¿si vale la pena seguir luchando?, donde el corazón se vuelve un espacio repleto de oscuridad, solitario, donde las noches son eternas y los días vacíos o donde el alma se encierra en una habitación que no tiene salida y el mundo entero parece que no la ve, que no la escucha y que no la toca. En esos momentos uno necesita consejos, no necesitamos soluciones mágicas, lo que uno necesita es un rostro que escuche, un corazón que entienda y una mano que no suelte. ¿Cuántas tragedias humanas no se hubiesen evitado si alguien hubiese estado ahí a tiempo?, ¿cuántas lágrimas no hubieran terminado en desesperación si un abrazo lleno de sinceridad hubiera llegado antes que la desesperanza?, ¿cuántos suicidios, abandonos, silencios letales no se habrían transformado en vida si la comunidad se hubiese vuelto un hogar y no un tribunal?


Hay hermanos que caminan entre nosotros con la carga de haberse sentido utilizados, manipulados o despreciados, con el corazón fracturado por haber dado todo sin rendición y no haber recibido ni siquiera dignidad; Existen otros hermanos que viven con la gran carga de no sentirse suficientes, de creer que no sirven para nada, que arrastran ese complejo de que son "menos", "débiles", que "incomodan"; hay otros que, aunque estén rodeados de mucha gente, ellos viven en soledad, porque la soledad no es estar solo, sino, que es no sentirse amado.


Y aquí, mis queridos hijos, es donde aparece el clamor del Evangelio porque Jesús nunca, pero nunca, ignoró al herido, al contrario, Jesús se detenía, miraba, tocaba, Jesús rompía el protocolo para atender al invisible, él fue quien notó a la hemorroísa en medio de toda la multitud, él fué quien se arrodilló con la samaritana despreciada, él fué quien se quedó con la mujer adúltera y no para acusarla, sino para devolverle la dignidad, y, él, en la cruz, durante su agonía, todavía pensaba en los demás: perdonó al ladrón, confió su madre a Juan y pidió perdón por quienes le hacían daño.


Ese mismo Cristo es el que nos dice: "ámense como yo los he amado", y no un amor a medias, no solamente cuando es fácil, no cuando conviene, sino con todo, en todo, incluso cuando el otro está en su peor momento, sucio, cansado o en silencio. La unidad, mis hermanos es mirar con misericordia, es no exigirle a nadie que esté bien para ser bienvenido, es saber que hay personas que están en medio de nosotros y que están sufriendo, que no tienen fuerzas para expresarlo y que son a quienes debemos mirar con ternura, sin juicios y sin prisa.

Una comunidad, como la nuestra, no es un escenario donde todos actúan con máscaras de alegría y de perfección. Nuestra comunidad debe ser un hospital de almas, un taller de reparaciones, un refugio, o al menos eso debería ser. No existe mayor muestra de pobreza en una comunidad que cuando uno de sus miembros, roto por dentro, se siente fuera de lugar, siente que estorba, que no es suficiente o que su presencia es un error. ¿Dónde están nuestras manos?, ¿dónde está nuestra escucha?, ¿donde quedan las palabras de consuelo?, ¿dónde están los ojos que miran como Jesús mira?.


Dios no nos llama a ser perfectos ni a tener todas las respuestas a todas las preguntas, sin embargo, Dios nos llama a estar, y estar de verdaderamente, acompañar, sostener, llorar con los que lloran, arrodillarnos con los que no logran levantarse, sentarnos con los que no tienen fuerzas para caminar, dejar de lado nuestros planes cuando un alma nos necesita más que cualquier agenda. 


La verdadera unidad no es como una estructura sin fisuras, no, la verdadera unidad es una red que no deja caer a nadie, a nadie, ni siquiera a aquellos que se alejaron, a los que se sienten sucios, a los que perdieron la fe en sí mismos, porque cuando una comunidad es verdaderamente unida, esa comunidad no tiene miedo de abrazar a los que están al borde del abismo, y, si hace falta, se lanza con ellos y los rescata con amor.


En este momento hay alguien en nuestra comunidad que está al borde y tal vez nadie lo nota, tal vez no se atreve a decirlo, tal vez...tu mismo lo eres y por eso esto te lo digo de todo corazón:

No estás solo, no eres ni serás un error, no estás fuera de lugar, tu vida importa, tu existencia tiene sentido, Dios nunca se equivoca contigo

y nosotros, tus hermanos, tenemos e deber y el gran privilegio de poder ser instrumentos de esa certeza.


Hermanos, ya después de haber abierto nuestro corazón al dolor que muchas veces atraviesan nuestros hermanos en silencio, no podemos quedarnos ahí, en el lamento, en la tristeza, hacerlo sería como traicionar a la esperanza, porque Cristo no vino solo a comprendernos, Cristo vino a resucitarnos, a dar vida, y, si Cristo vive en nosotros, entonces nuestras comunidades deben ser lugares donde nadie muera en el interior. Es momento de preguntarnos: ¿qué clase de comunidad estamos construyendo?, ¿Una comunidad que observa desde la altura, que exige sin antes haber escuchado, que señala en vez de abrazar o al contrario, una comunidad que se baja al polvo donde está nuestro hermano herido y, como el buen samaritano, lo carga, lo abraza y lo cuida hasta que se recupera?


La unidad no es simplemente una idea bonita para cantarla en himnos o escribirla en carteles, al contrario, la unidad es una tarea concreta, diaria, exigente, es una opción que se elige cuando un hermano necesita de mí y yo estoy tentado a no detenerme, es el gesto silencioso de acompañar a quien no lo pide, es también, el coraje de tender nuestra mano aunque no sepamos cómo sanar, es la humildad de dejar que el otro nos vea también frágiles para que sepa que no está solo en su lucha.


Y es aquí donde nace la gran responsabilidad: que nadie en nuestra comunidad, en nuestro alrededor, se sienta inútil, que nadie crea que no sirve, que nadie llegue a pensar que su vida no vale nada en absoluto, porque cuando una comunidad deja que uno solo de sus miembros sienta eso, ese vacío, esa tristeza, esa soledad, entonces ha fracasado como comunidad unida. No importa lo bellas que puedan ser sus celebraciones, los proyectos que tengan o cuantas obras realicen, si alguien se va a su casa sintiéndose menos que nada, entonces hemos dejado de ser Iglesia y nos hemos convertido en el más acabado club social.


Cada hermano es valioso y no por lo que hace o lo que aporta, no por sus talentos o gustos, sino porque simplemente es un hijo de Dios y esa dignidad es más que suficiente para que le demos un lugar en nuestra escucha, en nuestro amor y en nuestra compañía.


A veces tenemos la creencia de que la Iglesia es conformada solo por los que hacen mucho, por los que están al frente, los que cargan responsabilidades, sin embargo, el reino de Dios no trabaja así, en el maravilloso reino de Dios, el último es el primero, el más pequeño es el más grande y el que sirve en lo oculto es el más cercano al corazón del padre. 


Por todo eso, queridos hermanos, hoy es un día adecuado para volver a tomar el valor del don de cada vida. Nuestro hermano que se sienta callado al fondo del templo, ese hermano que nunca habla o que tiene a miedo a expresarse por sentir que no encaja... ¡ese hermano puede ser quién más ora por ti, por nosotros! y su silencio es como una catedral, su presencia, aunque tímida o extrovertida sostiene más de lo que imaginamos.


No debemos minimizar los distintos dones, hay quienes son más alegres, más serenos, hay algunos que les encanta el ruido y otros que prefieren el silencio, están los que consuelan, los que escriben, corrigen y hay quienes abrazan, el tema es que todos tienen un papel en este cuerpo que es la Iglesia, todos tienen una misión y todos tienen algo que decir, que ofrecer y que construir. Y si alguno se siente fuera de lugar, si alguno cree que su vida no tiene espacio aquí, quiero decirle con todo mi corazón: 

¡Claro que tienes un lugar aquí!, ¡por supuesto que eres amado!, !Si importas!

 

La comunidad no debe ser un peso que aplasta ni una fría estructura que excluye, todo lo contrario, la comunidad, cuanto verdaderamente está en Cristo se vuelve una casa, una familia, un puente, un abrazo, es medicina...es vida.


Todo esto no se construye con discursos, se construye con un testimonio, no seamos hombres que repiten "animo, ten fe", "animo, no llores" desde nuestra comodidad. Seamos hombres que se sientan al lado del que llora, que escuchan sin prisa, llaman sin esperar una respuesta, sean hombres que "están", simplemente eso, estar ahí.


El mundo de hoy está cansado de palabras, muchos dentro de la Iglesia están sedientos de presencia y esa es la forma más alta de unidad, el hacernos presentes en la vida de nuestro hermano con humildad, siendo compasivos y teniendo perseverancia.


Porque sí, por supuesto que en Cristo hay vida, hay propósito, hay sanación, solo que, muchas veces, la forma en que llega esa gracia de Cristo es a través de ti, de mí, de cada uno de nosotros como comunidad.


Queridos hermanos, es hora de que hagamos una comunidad, no de estructuras, sino, de amor. Que todos los rincones de nuestros espacios sea un lugar donde aquél que se siente solo pueda decir: "aquí encontré un hogar", "aquí me sentí amado", "aquí logré entender que Dios no se había olvidado de mí". 


Hijos de Dios, ese es el maravilloso milagro cotidiano de la unidad, ese es el llamado urgente del Evangelio y sobre todo, ese debe ser nuestro compromiso, hoy y siempre.

Amén.