PAPA BENEDICTO
DISCURSO
Miércoles, 21 de mayo de 2025
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1. CONFESIÓN INICIAL DE FE EN CRISTO, SUMO Y
ETERNO SACERDOTE
ETERNO SACERDOTE
Queridos hermanos en el episcopado, queridos hermanos en el
presbiterado, hermanos presbíteros y diáconos.
Hoy, que nos congregamos como pastores del Pueblo de Dios,
permítanme comenzar con una confesión de fe: Jesucristo es el
Sumo y Eterno Sacerdote (cf. Hb 4,14-16). Él es el único
mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2,5), el Buen
Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11).
Desde esta verdad se comprende toda vocación y misión
sacerdotal. Nosotros, ministros ordenados en esta Iglesia
Virtual, no somos otra cosa que servidores del único Sacerdote,
de Aquel que instituyó el ministerio como participación real en
su misión redentora (cf. Lc 22,19-20). Así lo afirma Gens
Sancta, 8: "El sacerdocio ministerial... no es una vocación
individualista… sino una participación en la misma misión
redentora de Cristo. El sacerdote actúa in persona Christi
Capitis (cf. CIC 1548)..."
El clero no es una casta. No es una estructura de poder, sino un
signo sacramental del amor de Cristo por su Iglesia. Es servicio,
es don, es oblación. La dignidad sacerdotal no se mide por la
honra recibida, sino por la capacidad de entrega.
Que esta proclamación de fe nos sitúe en la verdad desde la cual
brota todo lo que sigue: Cristo es el Sumo y Eterno Sacerdote,
y nosotros, sus ministros, participamos de su único sacerdocio.
2. LA DIGNIDAD Y CENTRALIDAD DEL SACERDOCIO
EN LA VIDA DE LA IGLESIA
El ministerio ordenado no es una función sin importancia en
nuestra Comunidad. El presbítero y el diácono no son
asistentes de un sistema, sino servidores del misterio de la fe (cf.
1 Co 4,1). Somos, como enseña el Apóstol, administradores de
los misterios de Dios, llamados a custodiar con fidelidad lo que
hemos recibido y a transmitirlo con autoridad y humildad.
El sacramento del Orden no es una investidura externa o
funcional, sino una configuración ontológica con Cristo. Así lo
reafirma el Catecismo de la Iglesia Católica: "Por el sacramento
del Orden, el sacerdote es configurado con Cristo mediante un
sello espiritual indeleble" (cf. CIC 1582). Esta realidad
transforma radicalmente la vida del ordenado, y lo constituye
en presencia viva de Cristo entre su pueblo.
La Constitución Conciliar Gens Sancta lo expresa con claridad:
"El ministerio sacerdotal no puede reducirse a una estructura
burocrática ni a funciones litúrgicas aisladas. “Como pastores
del rebaño de Cristo… la acción pastoral ha de extenderse a
todas las realidades donde haya almas que necesitan del
Evangelio" (Gens Sancta, 10).
Por tanto, hablar del sacerdocio es hablar del corazón mismo de
la Iglesia. Sin sacerdocio no hay Eucaristía, y sin Eucaristía no
hay Iglesia (cf. Ecclesia de Eucharistia, 31). En la medida en que
el sacerdote se configura con Cristo Cabeza y Pastor, se
convierte en instrumento de salvación, en puente entre el cielo y
la tierra, en mensajero de la esperanza.
En un tiempo en que el mundo corre el riesgo de vaciar de
contenido los signos sagrados y reducirlos a funciones sociales,
la Iglesia está llamada a proclamar con fuerza la dignidad del
Orden Sagrado. No como una forma de superioridad, sino
como un don imprescindible para la vida sobrenatural del
Pueblo de Dios.
Es urgente redescubrir esta centralidad, no para buscar
privilegios, sino para asumir con renovado ardor misionero la
tarea de ser verdaderos pastores, servidores del Evangelio,
testigos del Reino. Que nunca olvidemos, hermanos, que hemos
sido ungidos no para dominación, sino para santificación; no
para ser servidos, sino para servir (cf. Mt 20,28).
3. EXHORTACIÓN A LA SANTIDAD
El sacerdote está llamado no sólo a anunciar la santidad, sino a
vivirla. En un mundo herido por el pecado, la santidad no es
una opción secundaria, sino la única forma creíble de
testimonio. Como dice san Pedro: “Sed santos en toda vuestra
conducta” (1 Pe 1,15).
El corazón sacerdotal necesita una conversión permanente. No
basta con haber sido ordenados: es necesario renovarse cada
día en la gracia, dejarse purificar por la verdad del Evangelio,
permitir que el Espíritu Santo transforme lo más profundo del
alma.
Esta conversión cotidiana exige fidelidad a la oración diaria,
esa cita con el Señor que no puede ser pospuesta. El rezo del
Oficio Divino, la meditación de la Palabra, la adoración
eucarística: todos son pilares que sostienen el edificio interior
del sacerdote. “El sacerdote debe buscar esta unión con Cristo
en la oración diaria y especialmente en la celebración de la
Eucaristía”. (Presbyterorum Ordinis, 14).
Asimismo, la confesión frecuente y la dirección espiritual no
son prácticas opcionales, sino caminos seguros de renovación.
Un sacerdote que se confiesa con regularidad, que se deja guiar
con humildad, permanece consciente de su propia fragilidad y
se mantiene abierto a la gracia.
Lo recuerda Gens Sancta, 12: “La humildad es también una
virtud esencial en el ministerio sacerdotal… El sacerdote debe
recordar que su grandeza no radica sólo en el conocimiento
intelectual, sino también en su capacidad de servir” (cf. Mt
20,27).
La vida interior es la fuente del celo pastoral. Sólo el sacerdote
que bebe constantemente del Corazón de Cristo podrá dar agua
viva al pueblo. Sin oración, sin silencio, sin comunión con Dios,
nuestra actividad se convierte en activismo estéril. Es en el
recogimiento del alma donde se fragua la fecundidad del
ministerio.
Por eso, hermanos, santidad o nada. Un sacerdote mediocre no
sólo pone en riesgo su propia alma, sino también la de aquellos
a quienes sirve. La Iglesia necesita pastores santos, no gestores.
Hombres de Dios, no simples funcionarios. Santos, no
celebridades. Que podamos repetir cada día: “No soy yo quien
vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).
4. EL PELIGRO DE LA MEDIOCRIDAD ESPIRITUAL Y
PASTORAL
El mayor enemigo del celo pastoral no es el pecado
escandaloso, sino la tibieza silenciosa. Advertimos hoy los
signos de una mediocridad que se extiende como una sombra
en el alma del clero. Es la rutina que mata el entusiasmo, el
activismo que reemplaza la contemplación, la superficialidad
que trivializa lo sagrado.
El alma tibia se vuelve estéril, aunque esté repleta de
actividades. Puede organizar eventos, predicar homilías,
administrar sacramentos… y sin embargo estar desconectada
de la fuente viva de la gracia. El cansancio del alma no viene del
exceso de trabajo, sino de la falta de sentido. Como enseña el
Apocalipsis: “Conozco tus obras… pero tengo contra ti que has
perdido tu primer amor” (Ap 2,2-4).
La Constitución Gens Sancta, nos advierte contra esta
desconexión: “El ministerio sacerdotal no puede reducirse a
funciones litúrgicas aisladas” (Gens Sancta, 10). No se trata
sólo de hacer, sino de ser. Ser presencia viva de Cristo, ser
corazón ardiente, ser lámpara encendida (cf. Mt 25,1-13).
Cuidado, hermanos, con el activismo sin alma, con la prisa sin
dirección, con la pastoral sin oración. No somos empleados de
lo sagrado, sino siervos del Dios vivo. Si descuidamos nuestra
vida interior, podemos convertirnos en lo que san Gregorio
Magno llamaba “predicadores que han abandonado la Palabra
que predican”.
Este es un llamado urgente: ¡Despertemos! No podemos
resignarnos a la mediocridad. Cristo nos llama a la plenitud, no
a la supervivencia espiritual. No tengamos miedo de
confrontarnos, de reconocer nuestra tibieza, de clamar por el
fuego del Espíritu.
Que san Pablo nos sacuda con sus palabras: “¡Ay de mí si no
anuncio el Evangelio!” (1 Co 9,16). Y que esa exclamación sea
la chispa que reavive el fuego que arde, aunque a veces en
cenizas, en el corazón de cada uno de nosotros.
5. EL CLERO COMO CUERPO FRATERNOS: ENTRE
HERMANOS, NO RIVALES
La comunión entre los presbíteros no es un valor añadido, sino
una exigencia del Evangelio. No somos competidores, sino
hermanos. No estamos en el ministerio para rivalizar, sino para
edificar juntos el Cuerpo de Cristo. El sacerdocio no es una
carrera, es una fraternidad en Cristo.
Por eso, hacemos un llamado urgente a la unidad del clero. Sin
competencias, sin murmuraciones, sin desprecios. El enemigo
siempre ha querido dividirnos, porque sabe que un clero
dividido debilita el testimonio de la Iglesia. La comunión
presbiteral, en cambio, fortalece, ilumina, sostiene.
La Constitución Gens Sancta lo advierte claramente: “Uno de
los desafíos contemporáneos… es la deficiencia en la comunión
efectiva entre el clero y la jerarquía episcopal” (Gens Sancta, 9).
Esta falta de comunión comienza muchas veces en el nivel más
inmediato: entre nosotros mismos.
Rechacemos toda forma de clericalismo horizontal, ese veneno
que se manifiesta en favoritismos, grupos cerrados, élites
sacerdotales. No es evangélico formar castas dentro del clero, ni
es digno del ministerio alentar divisiones ideológicas, políticas o
afectivas entre nosotros.
Denunciamos con dolor la existencia de grupos externos de
sacerdotes, en esos grupos, algunos se dedican a atacar a la
Iglesia y juzgar a sus pastores, erosionando la comunión,
sembrando desconfianza, desfigurando el rostro de Cristo.
La solución no es el silencio cómplice ni la dureza fría, sino la
corrección fraterna, la caridad edificante, el acompañamiento
en la fragilidad. “Si tu hermano peca, repréndelo a solas” (Mt
18,15). En la medida en que vivamos esta fraternidad, seremos
signos del Reino.
Hermanos, seamos como los primeros cristianos, de quienes se
decía: “Miren cómo se aman” (cf. Jn 13,35). Que nuestro clero
sea una familia de almas unidas, no un campo de batalla de
egos. Que cada uno busque no su interés, sino el de Cristo (cf.
Flp 2,21).
6. RENUNCIAR A LA AMBICIÓN Y AL CARRERISMO
Amadísimos hijos, servidores del Altísimo, permítanme tocar
un mal que, como hiedra silenciosa, puede escalar hasta el altar
mismo: la ambición desordenada, el carrerismo clerical, la
tentación de usar el ministerio como trampolín hacia títulos,
honores y reconocimientos. ¡Qué lejos está esto del rostro de
Cristo, el Siervo sufriente, el que no vino a ser servido, sino a
servir y a dar su vida en rescate por muchos (cf. Mc 10,45)!
Nos hace temblar interiormente la palabra del Señor:
“Guardáos de los escribas, que gustan de pasearse con largas
túnicas, de ser saludados en las plazas... y devoran los bienes de
las viudas” (Lc 20,46-47). ¿No nos interpela esto directamente
cuando nuestro corazón se desliza hacia el deseo de una mitra o
de un título canónico como si se tratase de logros personales, en
lugar de entenderlos —si llegan— como una cruz más pesada y
una responsabilidad mayor?
“Guardáos de los escribas, que gustan de pasearse con largas
túnicas, de ser saludados en las plazas... y devoran los bienes de
las viudas” (Lc 20,46-47). ¿No nos interpela esto directamente
cuando nuestro corazón se desliza hacia el deseo de una mitra o
de un título canónico como si se tratase de logros personales, en
lugar de entenderlos —si llegan— como una cruz más pesada y
una responsabilidad mayor?
El sacerdote no es un candidato a obispo. Es un ungido para el
pueblo, no un estratega eclesial. No somos funcionarios del
Reino, sino testigos crucificados. El Concilio Vaticano II nos
recuerda con severidad que “la obediencia del presbítero es una
expresión de su pertenencia a Cristo” (PDV 28), y esa
obediencia comienza por abandonar la agenda personal para
abrazar la voluntad del Padre.
Hoy, les pido: renuncien a escalar dentro de la Iglesia como
quien asciende en una carrera profesional. ¡La única promoción
que el Evangelio conoce es la del último lugar! Quien quiera
subir en la Iglesia debe bajar a los pies de Cristo y lavar con sus
lágrimas los pecados del mundo.
Sacerdotes del Señor, vivan como quienes han renunciado a
todo, incluso a la imagen de éxito que el mundo celebra. Sean
hombres libres, como Melquisedec, sin genealogía ni herencia,
porque su herencia es el Señor (cf. Hb 7,3; Nm 18,20). ¡Sean
servidores del pueblo, no administradores de un ego disfrazado
de virtud!
7. REFORMA DE LA RELACIÓN ENTRE EL CLERO Y
LOS OBISPOS
Con el corazón de padre, elevo una súplica para toda la Iglesia:
que renazca una relación evangélica, auténtica, entre obispos y
sacerdotes. Que se acabe la distancia fría, protocolaria,
estructural, entre quienes han sido llamados a compartir la
misma unción, el mismo ministerio, la misma carga.
Obispos de la Iglesia santa, amen a su clero. No como quien
ama a subordinados, sino como un padre ama a sus hijos. Sean
pastores con olor a oveja, pero también con el amor del padre
que conoce el corazón de sus hijos, que los acompaña, los
escucha, los aconseja con ternura y firmeza. No deleguen su
cercanía. No reduzcan su relación al correo institucional o a
una reunión cada tanto. Toquen las llagas de sus presbíteros
como Tomás tocó el costado de Cristo (cf. Jn 20,27).
Y ustedes, hermanos sacerdotes, no se encierren en la queja o el
resentimiento. Luchen por vivir en comunión con sus obispos,
pero exijanla con caridad. La Iglesia sin escucha es una Iglesia
que se endurece. Por eso, es justo y necesario que el clero sea
consultado —no solo informado— en decisiones importantes,
sobre todo en aquello que afecta directamente a la vida
diocesana. La voz del presbiterio no es decorativa, es parte
constitutiva del discernimiento pastoral.
“La comunión con el obispo es un aspecto esencial de la
identidad presbiteral” (Ratio Fundamentalis Sacerdotalis n. 88).
¿Cómo podrá haber fruto donde no hay comunión viva y
afectiva? ¿Cómo podrá haber celo misionero si el sacerdote se
siente solo, incomprendido o instrumentalizado?
Queremos obispos que conozcan el nombre, el rostro y la
historia de cada uno de sus sacerdotes. Queremos relaciones
marcadas por la cercanía real, no solamente por el expediente o
el saludo formal en las grandes celebraciones. Que renazca la
confianza, que vuelva la mesa compartida, que se recupere la
conversación sin miedo.
8. LLAMADO A LA OBEDIENCIA FILIAL Y FRATERNA
DEL CLERO A LOS OBISPOS
Y ahora, con la misma claridad con que he hablado a los
obispos, me dirijo a ustedes, hermanos presbíteros: vivan la
obediencia como un acto de amor y confianza. No como una
sumisión ciega, ni como un formalismo externo, sino como un
don ofrecido por quien ha aprendido a confiar en el plan de
Dios.
La obediencia no nos humilla, sino que nos configura. Nos
introduce en la dinámica del Hijo, que “aunque era Hijo,
aprendió por los padecimientos la obediencia” (Hb 5,8). En
ella, descubrimos la libertad de no tener que cargar con el peso
de nuestro propio criterio. En ella, nos dejamos guiar por Aquel
que nos llamó y nos envió por medio de su Iglesia.
No murmuren contra sus obispos. No los juzguen desde la
trinchera del resentimiento. ¡Oren por ellos! ¡Ayúdenles!
¡Sosténganlos mutuamente! Recuerden que ellos también son
hombres, también luchan, también se cansan, también lloran en
soledad. La crítica sin amor es un puñal que desgasta la
comunión. En cambio, la corrección fraterna, hecha con
humildad y respeto, edifica.
Obedecer no es siempre estar de acuerdo. Pero incluso en la
diferencia, el sacerdote muestra su madurez cuando expresa sus
pensamientos sin romper la comunión. Como enseña la
Constitución Gens Sancta, “la obediencia... no excluye el
derecho a reflexionar y discernir sobre las decisiones tomadas,
siempre en un espíritu de caridad” (n. 21). Esta es la obediencia
que construye, no la que esclaviza.
pensamientos sin romper la comunión. Como enseña la
Constitución Gens Sancta, “la obediencia... no excluye el
derecho a reflexionar y discernir sobre las decisiones tomadas,
siempre en un espíritu de caridad” (n. 21). Esta es la obediencia
que construye, no la que esclaviza.
Y, en última instancia, esta obediencia se convierte en camino
de santidad, porque nos abre a la voluntad del Padre y nos
arraiga en la unidad de la Iglesia. “La obediencia y la unidad...
son caminos hacia la santidad” (Gens Sancta, n. 25). No
tengamos miedo de obedecer: Cristo nos espera allí, donde
morimos a nosotros mismos para vivir en el.
9. INVOLUCRAMIENTO DEL CLERO EN EL GOBIERNO
PASTORAL DE LA IGLESIA
PASTORAL DE LA IGLESIA
Queridos hermanos, la misión que hemos recibido no es una
tarea solitaria ni un encargo privado. La Iglesia es cuerpo, es
comunión, es corresponsabilidad. Por eso, urge redescubrir la
riqueza de un verdadero involucramiento del clero en el
gobierno pastoral. No como una concesión, sino como
expresión de la lógica bautismal y ministerial que nos
constituye.
Los presbíteros y diáconos no son simples ejecutores de planes
prefabricados. Son pastores en comunión con el obispo,
corresponsables del discernimiento que guía la marcha de la
Iglesia local. Por ello, deben participar activamente en los
consejos pastorales, en las decisiones estratégicas, en el diseño
de planes diocesanos que respondan a los signos de los tiempos.
Hago un llamado firme a un nuevo modelo de sinodalidad
sacerdotal. No un asambleísmo sin alma ni una burocracia
clerical disfrazada de participación, sino una verdadera escucha
del Espíritu que habla a través del presbiterio. Solo así
evitaremos tanto el autoritarismo como la dispersión.
Todos los presbíteros, en unión con su obispo, participan en el
único sacerdocio y ministerio de Cristo. No lo olvidemos:
donde hay comunión real, hay misión fecunda.
10. LA CENTRALIDAD DE LA PALABRA Y LA
PREDICACIÓN
En un mundo saturado de palabras vacías, necesitamos voces
que ardan. No voces de moralistas severos, ni de ideólogos
disfrazados de profetas, sino voces que proclamen con pasión el
Evangelio vivo de Jesucristo. Hermanos míos, cada uno de
nosotros debe redescubrir la centralidad de la Palabra en su
vida y en su ministerio.
No podemos improvisar la homilía como quien da un discurso
de ocasión. La homilía es el momento privilegiado donde el
Verbo se hace carne en la comunidad concreta. Es anuncio, no
discurso. Es gracia, no simple explicación. Por eso, prepárenla
con oración, con estudio, con amor. Dejen que arda primero en
su corazón antes de hablarla a los demás.
La Iglesia necesita predicadores que hablen desde la intimidad
con Cristo. No desde el moralismo ni desde la agenda del
mundo. Como san Pablo, debemos decir: “¡Ay de mí si no
evangelizara!” (1 Co 9,16).
11. EL AMOR A LA LITURGIA Y A LOS SACRAMENTOS
COMO FUENTE DEL MINISTERIO
COMO FUENTE DEL MINISTERIO
Hermanos, volvamos a la fuente: la liturgia, especialmente la
Eucaristía. Allí nace todo ministerio. Allí se alimenta todo
servicio. No somos activistas con sotana, somos hombres del
altar, hombres que celebran los misterios con asombro y
gratitud.
Cuidemos la celebración eucarística con reverencia, con belleza,
con profundidad. No con rigidez estéril ni con banalidad
superficial, sino con amor y fidelidad. La liturgia no es
espectáculo ni recreación: es el cielo que toca la tierra. Y
cuando celebramos bien, el pueblo percibe que Dios está allí.
Defendamos la sacralidad del culto, no como guardianes de
una forma, sino como enamorados de una Presencia.
Enseñemos a amar los sacramentos, a vivirlos con deseo, a
prepararse con fe. Porque un sacerdote que ama la liturgia es
un sacerdote que transmite a Cristo con elocuencia silenciosa.
“La liturgia es la cumbre hacia la cual tiende la acción de la
Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su
fuerza” (Sacrosanctum Concilium n. 10). Que sea también
nuestra fuente cotidiana, nuestro descanso fecundo, nuestro
hogar.
12. FORMACIÓN PERMANENTE Y MADURACIÓN DEL
CLERO
Queridos hermanos, el ministerio sacerdotal exige una continua
renovación interior. No basta la formación recibida en el
seminario: es necesario estudiar, leer, meditar, y seguir
formándose. La formación permanente no es un lujo opcional,
sino una exigencia del don recibido.
Les exhorto encarecidamente a retomar con seriedad,
profundidad y oración los documentos del Concilio Paulino,
verdadera brújula para una Iglesia en salida, fiel a su Señor y
abierta al soplo del Espíritu. Estos textos no son reliquias del
pasado, sino semillas de renovación, luz para el presente y
criterio de discernimiento ante los desafíos actuales. La
ignorancia, la superficialidad, la repetición mecánica de lo
aprendido hace, la improvisación pastoral y la falta de
profundidad espiritual son enemigos del Evangelio y obstáculos
para el pueblo fiel. Un sacerdote ignorante, decía San José de
Calasanz, es una desgracia para la Iglesia. La maduración
espiritual y teológica es un acto de caridad pastoral y de
fidelidad a nuestra vocación.
aprendido hace, la improvisación pastoral y la falta de
profundidad espiritual son enemigos del Evangelio y obstáculos
para el pueblo fiel. Un sacerdote ignorante, decía San José de
Calasanz, es una desgracia para la Iglesia. La maduración
espiritual y teológica es un acto de caridad pastoral y de
fidelidad a nuestra vocación.
13. RECONOCER Y HONRAR A LOS DIÁCONOS:
MINISTROS DE LA CARIDAD
En este camino de renovación, no podemos olvidar a nuestros
hermanos diáconos. Ellos no son clero de segunda categoría, ni
simples ayudantes funcionales en la liturgia. Son ministros
ordenados, servidores del Pueblo de Dios, signos vivos de
Cristo Siervo, configurados a Él para una triple diaconía: de la
Palabra, de la liturgia y de la caridad.
Debemos revalorar su presencia evangelizadora, litúrgica y
caritativa, y cuidar con esmero su formación inicial y
permanente. No basta delegarles funciones prácticas: es
necesario confiarles verdaderas responsabilidades pastorales,
integrarlos en los consejos pastorales, y fomentar entre ellos
una identidad diaconal sólida y gozosa. A ustedes, queridos
presbíteros, les pido que los reconozcan como hermanos en el
ministerio, colaboradores leales y compañeros en la misión. La
comunión entre obispos, presbíteros y diáconos no es un
adorno, sino un testimonio de la unidad que nace del Espíritu.
14. ORACIÓN POR UNA NUEVA PRIMAVERA
SACERDOTAL
No perdamos la esperanza. El Señor sigue llamando. Pidamos
al Señor una nueva generación que se levante: jóvenes
sacerdotes, y también diáconos, que amen a Cristo más que a sí
mismos, que deseen una vida santa, fiel, sencilla y entregada.
Oremos con insistencia al Dueño de la mies que envíe obreros a
su mies. Pero también profeticemos con valentía: el Espíritu
Santo no ha abandonado a su Iglesia, y está suscitando una
primavera sacerdotal en muchas partes del mundo. Que nuestra
esperanza no se base en estrategias humanas, sino en la
fecundidad de la Cruz y en la potencia del Resucitado. Y que
esta esperanza nos anime a acompañar, formar y sostener con
ternura y firmeza a los nuevos ministros, cuidando su
entusiasmo y ayudándolos a madurar en el amor a Dios y al
prójimo.
15. ENTREGA CONFIADA A MARÍA, MADRE DEL
CLERO
Con estos sentimientos de fe, esperanza y caridad, los
encomiendo a todos a la intercesión poderosa de la Santísima
Virgen María, Madre del Clero y Reina de los Apóstoles. A
Ella, humilde esclava del Señor, consagramos nuestros
ministerios, nuestras fragilidades, nuestra Comunidad y
nuestras esperanzas.
Virgen María, Madre del Clero y Reina de los Apóstoles. A
Ella, humilde esclava del Señor, consagramos nuestros
ministerios, nuestras fragilidades, nuestra Comunidad y
nuestras esperanzas.
Que su Corazón Inmaculado, modelo de obediencia, pureza,
disponibilidad y fortaleza, sea nuestro refugio y nuestra escuela.
Bajo su amparo maternal, avancemos con paso firme y alegre
en la misión recibida. A cada uno de ustedes, queridos
hermanos, imparto de corazón mi bendición apostólica, para
que el fuego del Espíritu Santo renueve en todos la gracia del
orden recibido y fortalezca nuestro sí cotidiano al Señor.
Amén.
✠ Benedictus Pp
Pontifex Maximvs