25 mayo 2025

Discurso ante el Clero - Papa Benedicto

 

                                    

PAPA BENEDICTO

DISCURSO

Miércoles, 21 de mayo de 2025

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1. CONFESIÓN INICIAL DE FE EN CRISTO, SUMO Y 
ETERNO SACERDOTE

Queridos hermanos en el episcopado, queridos hermanos en el 
presbiterado, hermanos presbíteros y diáconos.

Hoy, que nos congregamos como pastores del Pueblo de Dios, 
permítanme comenzar con una confesión de fe: Jesucristo es el 
Sumo y Eterno Sacerdote (cf. Hb 4,14-16). Él es el único 
mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tm 2,5), el Buen 
Pastor que da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11).

Desde esta verdad se comprende toda vocación y misión 
sacerdotal. Nosotros, ministros ordenados en esta Iglesia 
Virtual, no somos otra cosa que servidores del único Sacerdote, 
de Aquel que instituyó el ministerio como participación real en 
su misión redentora (cf. Lc 22,19-20). Así lo afirma Gens 
Sancta, 8: "El sacerdocio ministerial... no es una vocación 
individualista… sino una participación en la misma misión 
redentora de Cristo. El sacerdote actúa in persona Christi 
Capitis (cf. CIC 1548)..."

El clero no es una casta. No es una estructura de poder, sino un 
signo sacramental del amor de Cristo por su Iglesia. Es servicio, 
es don, es oblación. La dignidad sacerdotal no se mide por la 
honra recibida, sino por la capacidad de entrega.

Que esta proclamación de fe nos sitúe en la verdad desde la cual 
brota todo lo que sigue: Cristo es el Sumo y Eterno Sacerdote, 
y nosotros, sus ministros, participamos de su único sacerdocio.

2. LA DIGNIDAD Y CENTRALIDAD DEL SACERDOCIO 
EN LA VIDA DE LA IGLESIA

El ministerio ordenado no es una función sin importancia en 
nuestra Comunidad. El presbítero y el diácono no son 
asistentes de un sistema, sino servidores del misterio de la fe (cf. 
1 Co 4,1). Somos, como enseña el Apóstol, administradores de 
los misterios de Dios, llamados a custodiar con fidelidad lo que 
hemos recibido y a transmitirlo con autoridad y humildad.

El sacramento del Orden no es una investidura externa o 
funcional, sino una configuración ontológica con Cristo. Así lo 
reafirma el Catecismo de la Iglesia Católica: "Por el sacramento 
del Orden, el sacerdote es configurado con Cristo mediante un 
sello espiritual indeleble" (cf. CIC 1582). Esta realidad 
transforma radicalmente la vida del ordenado, y lo constituye 
en presencia viva de Cristo entre su pueblo.

La Constitución Conciliar Gens Sancta lo expresa con claridad: 
"El ministerio sacerdotal no puede reducirse a una estructura 
burocrática ni a funciones litúrgicas aisladas. “Como pastores 
del rebaño de Cristo… la acción pastoral ha de extenderse a 
todas las realidades donde haya almas que necesitan del 
Evangelio" (Gens Sancta, 10).

Por tanto, hablar del sacerdocio es hablar del corazón mismo de 
la Iglesia. Sin sacerdocio no hay Eucaristía, y sin Eucaristía no 
hay Iglesia (cf. Ecclesia de Eucharistia, 31). En la medida en que 
el sacerdote se configura con Cristo Cabeza y Pastor, se 
convierte en instrumento de salvación, en puente entre el cielo y 
la tierra, en mensajero de la esperanza.

En un tiempo en que el mundo corre el riesgo de vaciar de 
contenido los signos sagrados y reducirlos a funciones sociales, 
la Iglesia está llamada a proclamar con fuerza la dignidad del 
Orden Sagrado. No como una forma de superioridad, sino 
como un don imprescindible para la vida sobrenatural del 
Pueblo de Dios.

Es urgente redescubrir esta centralidad, no para buscar 
privilegios, sino para asumir con renovado ardor misionero la 
tarea de ser verdaderos pastores, servidores del Evangelio, 
testigos del Reino. Que nunca olvidemos, hermanos, que hemos 
sido ungidos no para dominación, sino para santificación; no 
para ser servidos, sino para servir (cf. Mt 20,28).

3. EXHORTACIÓN A LA SANTIDAD

El sacerdote está llamado no sólo a anunciar la santidad, sino a 
vivirla. En un mundo herido por el pecado, la santidad no es 
una opción secundaria, sino la única forma creíble de 
testimonio. Como dice san Pedro: “Sed santos en toda vuestra 
conducta” (1 Pe 1,15).

El corazón sacerdotal necesita una conversión permanente. No 
basta con haber sido ordenados: es necesario renovarse cada 
día en la gracia, dejarse purificar por la verdad del Evangelio, 
permitir que el Espíritu Santo transforme lo más profundo del 
alma.

Esta conversión cotidiana exige fidelidad a la oración diaria, 
esa cita con el Señor que no puede ser pospuesta. El rezo del 
Oficio Divino, la meditación de la Palabra, la adoración 
eucarística: todos son pilares que sostienen el edificio interior 
del sacerdote. “El sacerdote debe buscar esta unión con Cristo 
en la oración diaria y especialmente en la celebración de la 
Eucaristía”. (Presbyterorum Ordinis, 14).

Asimismo, la confesión frecuente y la dirección espiritual no 
son prácticas opcionales, sino caminos seguros de renovación. 
Un sacerdote que se confiesa con regularidad, que se deja guiar 
con humildad, permanece consciente de su propia fragilidad y 
se mantiene abierto a la gracia.

Lo recuerda Gens Sancta, 12: “La humildad es también una 
virtud esencial en el ministerio sacerdotal… El sacerdote debe 
recordar que su grandeza no radica sólo en el conocimiento 
intelectual, sino también en su capacidad de servir” (cf. Mt 
20,27).

La vida interior es la fuente del celo pastoral. Sólo el sacerdote 
que bebe constantemente del Corazón de Cristo podrá dar agua 
viva al pueblo. Sin oración, sin silencio, sin comunión con Dios, 
nuestra actividad se convierte en activismo estéril. Es en el 
recogimiento del alma donde se fragua la fecundidad del 
ministerio.

Por eso, hermanos, santidad o nada. Un sacerdote mediocre no 
sólo pone en riesgo su propia alma, sino también la de aquellos 
a quienes sirve. La Iglesia necesita pastores santos, no gestores. 
Hombres de Dios, no simples funcionarios. Santos, no 
celebridades. Que podamos repetir cada día: “No soy yo quien 
vive, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).

4. EL PELIGRO DE LA MEDIOCRIDAD ESPIRITUAL Y 
PASTORAL

El mayor enemigo del celo pastoral no es el pecado 
escandaloso, sino la tibieza silenciosa. Advertimos hoy los 
signos de una mediocridad que se extiende como una sombra 
en el alma del clero. Es la rutina que mata el entusiasmo, el 
activismo que reemplaza la contemplación, la superficialidad 
que trivializa lo sagrado.

El alma tibia se vuelve estéril, aunque esté repleta de 
actividades. Puede organizar eventos, predicar homilías, 
administrar sacramentos… y sin embargo estar desconectada 
de la fuente viva de la gracia. El cansancio del alma no viene del 
exceso de trabajo, sino de la falta de sentido. Como enseña el 
Apocalipsis: “Conozco tus obras… pero tengo contra ti que has 
perdido tu primer amor” (Ap 2,2-4).

La Constitución Gens Sancta, nos advierte contra esta 
desconexión: “El ministerio sacerdotal no puede reducirse a 
funciones litúrgicas aisladas” (Gens Sancta, 10). No se trata 
sólo de hacer, sino de ser. Ser presencia viva de Cristo, ser 
corazón ardiente, ser lámpara encendida (cf. Mt 25,1-13).

Cuidado, hermanos, con el activismo sin alma, con la prisa sin 
dirección, con la pastoral sin oración. No somos empleados de 
lo sagrado, sino siervos del Dios vivo. Si descuidamos nuestra 
vida interior, podemos convertirnos en lo que san Gregorio 
Magno llamaba “predicadores que han abandonado la Palabra 
que predican”.

Este es un llamado urgente: ¡Despertemos! No podemos 
resignarnos a la mediocridad. Cristo nos llama a la plenitud, no 
a la supervivencia espiritual. No tengamos miedo de 
confrontarnos, de reconocer nuestra tibieza, de clamar por el 
fuego del Espíritu.

Que san Pablo nos sacuda con sus palabras: “¡Ay de mí si no 
anuncio el Evangelio!” (1 Co 9,16). Y que esa exclamación sea 
la chispa que reavive el fuego que arde, aunque a veces en 
cenizas, en el corazón de cada uno de nosotros.

5. EL CLERO COMO CUERPO FRATERNOS: ENTRE 
HERMANOS, NO RIVALES

La comunión entre los presbíteros no es un valor añadido, sino 
una exigencia del Evangelio. No somos competidores, sino 
hermanos. No estamos en el ministerio para rivalizar, sino para 
edificar juntos el Cuerpo de Cristo. El sacerdocio no es una 
carrera, es una fraternidad en Cristo.

Por eso, hacemos un llamado urgente a la unidad del clero. Sin 
competencias, sin murmuraciones, sin desprecios. El enemigo 
siempre ha querido dividirnos, porque sabe que un clero 
dividido debilita el testimonio de la Iglesia. La comunión 
presbiteral, en cambio, fortalece, ilumina, sostiene.

La Constitución Gens Sancta lo advierte claramente: “Uno de 
los desafíos contemporáneos… es la deficiencia en la comunión 
efectiva entre el clero y la jerarquía episcopal” (Gens Sancta, 9)
Esta falta de comunión comienza muchas veces en el nivel más 
inmediato: entre nosotros mismos.

Rechacemos toda forma de clericalismo horizontal, ese veneno 
que se manifiesta en favoritismos, grupos cerrados, élites 
sacerdotales. No es evangélico formar castas dentro del clero, ni 
es digno del ministerio alentar divisiones ideológicas, políticas o 
afectivas entre nosotros.

Denunciamos con dolor la existencia de grupos externos de 
sacerdotes, en esos grupos, algunos se dedican a atacar a la 
Iglesia y juzgar a sus pastores, erosionando la comunión, 
sembrando desconfianza, desfigurando el rostro de Cristo.

La solución no es el silencio cómplice ni la dureza fría, sino la 
corrección fraterna, la caridad edificante, el acompañamiento 
en la fragilidad. “Si tu hermano peca, repréndelo a solas” (Mt 
18,15). En la medida en que vivamos esta fraternidad, seremos 
signos del Reino.

Hermanos, seamos como los primeros cristianos, de quienes se 
decía: “Miren cómo se aman” (cf. Jn 13,35). Que nuestro clero 
sea una familia de almas unidas, no un campo de batalla de 
egos. Que cada uno busque no su interés, sino el de Cristo (cf. 
Flp 2,21).

6. RENUNCIAR A LA AMBICIÓN Y AL CARRERISMO

Amadísimos hijos, servidores del Altísimo, permítanme tocar  
un mal que, como hiedra silenciosa, puede escalar hasta el altar 
mismo: la ambición desordenada, el carrerismo clerical, la 
tentación de usar el ministerio como trampolín hacia títulos, 
honores y reconocimientos. ¡Qué lejos está esto del rostro de 
Cristo, el Siervo sufriente, el que no vino a ser servido, sino a 
servir y a dar su vida en rescate por muchos (cf. Mc 10,45)!

Nos hace temblar interiormente la palabra del Señor: 
“Guardáos de los escribas, que gustan de pasearse con largas 
túnicas, de ser saludados en las plazas... y devoran los bienes de 
las viudas” (Lc 20,46-47). ¿No nos interpela esto directamente 
cuando nuestro corazón se desliza hacia el deseo de una mitra o 
de un título canónico como si se tratase de logros personales, en 
lugar de entenderlos —si llegan— como una cruz más pesada y 
una responsabilidad mayor?

El sacerdote no es un candidato a obispo. Es un ungido para el 
pueblo, no un estratega eclesial. No somos funcionarios del 
Reino, sino testigos crucificados. El Concilio Vaticano II nos 
recuerda con severidad que “la obediencia del presbítero es una 
expresión de su pertenencia a Cristo” (PDV 28), y esa 
obediencia comienza por abandonar la agenda personal para 
abrazar la voluntad del Padre.

Hoy, les pido: renuncien a escalar dentro de la Iglesia como 
quien asciende en una carrera profesional. ¡La única promoción 
que el Evangelio conoce es la del último lugar! Quien quiera 
subir en la Iglesia debe bajar a los pies de Cristo y lavar con sus 
lágrimas los pecados del mundo.

Sacerdotes del Señor, vivan como quienes han renunciado a 
todo, incluso a la imagen de éxito que el mundo celebra. Sean 
hombres libres, como Melquisedec, sin genealogía ni herencia, 
porque su herencia es el Señor (cf. Hb 7,3; Nm 18,20). ¡Sean 
servidores del pueblo, no administradores de un ego disfrazado 
de virtud!

7. REFORMA DE LA RELACIÓN ENTRE EL CLERO Y 
LOS OBISPOS

Con el corazón de padre, elevo una súplica para toda la Iglesia: 
que renazca una relación evangélica, auténtica, entre obispos y 
sacerdotes. Que se acabe la distancia fría, protocolaria, 
estructural, entre quienes han sido llamados a compartir la 
misma unción, el mismo ministerio, la misma carga.

Obispos de la Iglesia santa, amen a su clero. No como quien 
ama a subordinados, sino como un padre ama a sus hijos. Sean 
pastores con olor a oveja, pero también con el amor del padre 
que conoce el corazón de sus hijos, que los acompaña, los 
escucha, los aconseja con ternura y firmeza. No deleguen su 
cercanía. No reduzcan su relación al correo institucional o a 
una reunión cada tanto. Toquen las llagas de sus presbíteros 
como Tomás tocó el costado de Cristo (cf. Jn 20,27).

Y ustedes, hermanos sacerdotes, no se encierren en la queja o el 
resentimiento. Luchen por vivir en comunión con sus obispos, 
pero exijanla con caridad. La Iglesia sin escucha es una Iglesia 
que se endurece. Por eso, es justo y necesario que el clero sea 
consultado —no solo informado— en decisiones importantes, 
sobre todo en aquello que afecta directamente a la vida 
diocesana. La voz del presbiterio no es decorativa, es parte 
constitutiva del discernimiento pastoral.

“La comunión con el obispo es un aspecto esencial de la 
identidad presbiteral” (Ratio Fundamentalis Sacerdotalis n. 88)
¿Cómo podrá haber fruto donde no hay comunión viva y 
afectiva? ¿Cómo podrá haber celo misionero si el sacerdote se 
siente solo, incomprendido o instrumentalizado?

Queremos obispos que conozcan el nombre, el rostro y la 
historia de cada uno de sus sacerdotes. Queremos relaciones 
marcadas por la cercanía real, no solamente por el expediente o 
el saludo formal en las grandes celebraciones. Que renazca la 
confianza, que vuelva la mesa compartida, que se recupere la 
conversación sin miedo.

8. LLAMADO A LA OBEDIENCIA FILIAL Y FRATERNA 
DEL CLERO A LOS OBISPOS

Y ahora, con la misma claridad con que he hablado a los 
obispos, me dirijo a ustedes, hermanos presbíteros: vivan la 
obediencia como un acto de amor y confianza. No como una 
sumisión ciega, ni como un formalismo externo, sino como un 
don ofrecido por quien ha aprendido a confiar en el plan de 
Dios.

La obediencia no nos humilla, sino que nos configura. Nos 
introduce en la dinámica del Hijo, que “aunque era Hijo, 
aprendió por los padecimientos la obediencia” (Hb 5,8). En 
ella, descubrimos la libertad de no tener que cargar con el peso 
de nuestro propio criterio. En ella, nos dejamos guiar por Aquel 
que nos llamó y nos envió por medio de su Iglesia.

No murmuren contra sus obispos. No los juzguen desde la 
trinchera del resentimiento. ¡Oren por ellos! ¡Ayúdenles! 
¡Sosténganlos mutuamente! Recuerden que ellos también son 
hombres, también luchan, también se cansan, también lloran en 
soledad. La crítica sin amor es un puñal que desgasta la 
comunión. En cambio, la corrección fraterna, hecha con 
humildad y respeto, edifica.

Obedecer no es siempre estar de acuerdo. Pero incluso en la 
diferencia, el sacerdote muestra su madurez cuando expresa sus 
pensamientos sin romper la comunión. Como enseña la 
Constitución Gens Sancta, “la obediencia... no excluye el 
derecho a reflexionar y discernir sobre las decisiones tomadas, 
siempre en un espíritu de caridad” (n. 21). Esta es la obediencia 
que construye, no la que esclaviza.

Y, en última instancia, esta obediencia se convierte en camino 
de santidad, porque nos abre a la voluntad del Padre y nos 
arraiga en la unidad de la Iglesia. “La obediencia y la unidad... 
son caminos hacia la santidad” (Gens Sancta, n. 25). No 
tengamos miedo de obedecer: Cristo nos espera allí, donde 
morimos a nosotros mismos para vivir en el.

9. INVOLUCRAMIENTO DEL CLERO EN EL GOBIERNO 
PASTORAL DE LA IGLESIA

Queridos hermanos, la misión que hemos recibido no es una 
tarea solitaria ni un encargo privado. La Iglesia es cuerpo, es 
comunión, es corresponsabilidad. Por eso, urge redescubrir la 
riqueza de un verdadero involucramiento del clero en el 
gobierno pastoral. No como una concesión, sino como 
expresión de la lógica bautismal y ministerial que nos 
constituye.

Los presbíteros y diáconos no son simples ejecutores de planes 
prefabricados. Son pastores en comunión con el obispo, 
corresponsables del discernimiento que guía la marcha de la 
Iglesia local. Por ello, deben participar activamente en los 
consejos pastorales, en las decisiones estratégicas, en el diseño 
de planes diocesanos que respondan a los signos de los tiempos.

Hago un llamado firme a un nuevo modelo de sinodalidad 
sacerdotal. No un asambleísmo sin alma ni una burocracia 
clerical disfrazada de participación, sino una verdadera escucha 
del Espíritu que habla a través del presbiterio. Solo así 
evitaremos tanto el autoritarismo como la dispersión.

Todos los presbíteros, en unión con su obispo, participan en el 
único sacerdocio y ministerio de Cristo. No lo olvidemos: 
donde hay comunión real, hay misión fecunda.

10. LA CENTRALIDAD DE LA PALABRA Y LA 
PREDICACIÓN

En un mundo saturado de palabras vacías, necesitamos voces 
que ardan. No voces de moralistas severos, ni de ideólogos 
disfrazados de profetas, sino voces que proclamen con pasión el 
Evangelio vivo de Jesucristo. Hermanos míos, cada uno de 
nosotros debe redescubrir la centralidad de la Palabra en su 
vida y en su ministerio.

No podemos improvisar la homilía como quien da un discurso 
de ocasión. La homilía es el momento privilegiado donde el 
Verbo se hace carne en la comunidad concreta. Es anuncio, no 
discurso. Es gracia, no simple explicación. Por eso, prepárenla 
con oración, con estudio, con amor. Dejen que arda primero en 
su corazón antes de hablarla a los demás.

La Iglesia necesita predicadores que hablen desde la intimidad 
con Cristo. No desde el moralismo ni desde la agenda del 
mundo. Como san Pablo, debemos decir: “¡Ay de mí si no 
evangelizara!” (1 Co 9,16).

11. EL AMOR A LA LITURGIA Y A LOS SACRAMENTOS 
COMO FUENTE DEL MINISTERIO

Hermanos, volvamos a la fuente: la liturgia, especialmente la 
Eucaristía. Allí nace todo ministerio. Allí se alimenta todo 
servicio. No somos activistas con sotana, somos hombres del 
altar, hombres que celebran los misterios con asombro y 
gratitud.

Cuidemos la celebración eucarística con reverencia, con belleza, 
con profundidad. No con rigidez estéril ni con banalidad 
superficial, sino con amor y fidelidad. La liturgia no es 
espectáculo ni recreación: es el cielo que toca la tierra. Y 
cuando celebramos bien, el pueblo percibe que Dios está allí.

Defendamos la sacralidad del culto, no como guardianes de 
una forma, sino como enamorados de una Presencia. 
Enseñemos a amar los sacramentos, a vivirlos con deseo, a 
prepararse con fe. Porque un sacerdote que ama la liturgia es 
un sacerdote que transmite a Cristo con elocuencia silenciosa.

“La liturgia es la cumbre hacia la cual tiende la acción de la 
Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su 
fuerza” (Sacrosanctum Concilium n. 10). Que sea también 
nuestra fuente cotidiana, nuestro descanso fecundo, nuestro 
hogar.

12. FORMACIÓN PERMANENTE Y MADURACIÓN DEL 
CLERO

Queridos hermanos, el ministerio sacerdotal exige una continua 
renovación interior. No basta la formación recibida en el 
seminario: es necesario estudiar, leer, meditar, y seguir 
formándose. La formación permanente no es un lujo opcional, 
sino una exigencia del don recibido.

Les exhorto encarecidamente a retomar con seriedad, 
profundidad y oración los documentos del Concilio Paulino, 
verdadera brújula para una Iglesia en salida, fiel a su Señor y 
abierta al soplo del Espíritu. Estos textos no son reliquias del 
pasado, sino semillas de renovación, luz para el presente y 
criterio de discernimiento ante los desafíos actuales. La 
ignorancia, la superficialidad, la repetición mecánica de lo 
aprendido hace, la improvisación pastoral y la falta de 
profundidad espiritual son enemigos del Evangelio y obstáculos 
para el pueblo fiel. Un sacerdote ignorante, decía San José de 
Calasanz, es una desgracia para la Iglesia. La maduración 
espiritual y teológica es un acto de caridad pastoral y de 
fidelidad a nuestra vocación.

13. RECONOCER Y HONRAR A LOS DIÁCONOS: 
MINISTROS DE LA CARIDAD

En este camino de renovación, no podemos olvidar a nuestros 
hermanos diáconos. Ellos no son clero de segunda categoría, ni 
simples ayudantes funcionales en la liturgia. Son ministros 
ordenados, servidores del Pueblo de Dios, signos vivos de 
Cristo Siervo, configurados a Él para una triple diaconía: de la 
Palabra, de la liturgia y de la caridad.

Debemos revalorar su presencia evangelizadora, litúrgica y 
caritativa, y cuidar con esmero su formación inicial y 
permanente. No basta delegarles funciones prácticas: es 
necesario confiarles verdaderas responsabilidades pastorales, 
integrarlos en los consejos pastorales, y fomentar entre ellos 
una identidad diaconal sólida y gozosa. A ustedes, queridos 
presbíteros, les pido que los reconozcan como hermanos en el 
ministerio, colaboradores leales y compañeros en la misión. La 
comunión entre obispos, presbíteros y diáconos no es un 
adorno, sino un testimonio de la unidad que nace del Espíritu.
 
14. ORACIÓN POR UNA NUEVA PRIMAVERA 
SACERDOTAL

No perdamos la esperanza. El Señor sigue llamando. Pidamos  
al Señor una nueva generación que se levante: jóvenes 
sacerdotes, y también diáconos, que amen a Cristo más que a sí 
mismos, que deseen una vida santa, fiel, sencilla y entregada.

Oremos con insistencia al Dueño de la mies que envíe obreros a 
su mies. Pero también profeticemos con valentía: el Espíritu 
Santo no ha abandonado a su Iglesia, y está suscitando una 
primavera sacerdotal en muchas partes del mundo. Que nuestra 
esperanza no se base en estrategias humanas, sino en la 
fecundidad de la Cruz y en la potencia del Resucitado. Y que 
esta esperanza nos anime a acompañar, formar y sostener con 
ternura y firmeza a los nuevos ministros, cuidando su 
entusiasmo y ayudándolos a madurar en el amor a Dios y al 
prójimo.

15. ENTREGA CONFIADA A MARÍA, MADRE DEL 
CLERO

Con estos sentimientos de fe, esperanza y caridad, los 
encomiendo a todos a la intercesión poderosa de la Santísima 
Virgen María, Madre del Clero y Reina de los Apóstoles. A 
Ella, humilde esclava del Señor, consagramos nuestros 
ministerios, nuestras fragilidades, nuestra Comunidad y 
nuestras esperanzas.

Que su Corazón Inmaculado, modelo de obediencia, pureza, 
disponibilidad y fortaleza, sea nuestro refugio y nuestra escuela. 
Bajo su amparo maternal, avancemos con paso firme y alegre 
en la misión recibida. A cada uno de ustedes, queridos 
hermanos, imparto de corazón mi bendición apostólica, para 
que el fuego del Espíritu Santo renueve en todos la gracia del 
orden recibido y fortalezca nuestro sí cotidiano al Señor. 

Amén.

 Benedictus Pp

   Pontifex Maximvs