HOMILIA DEL SANTO PADRE BENEDICTO
EN LA OCASIÓN DE LA MISA DE ORDENACIONES EPISCOPALES
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Queridos hermanos y hermanas en Cristo, en la primera lectura tomada de la profecía de Ezequiel que acabamos de escuchar, el Señor Dios se revela como un pastor amoroso que busca a su rebaño disperso para cuidarlo y protegerlo. Esta imagen de Dios como pastor nos enseña importantes lecciones que debemos reflexionar en el contexto de las Ordenaciones Episcopales que estamos celebrando hoy.
En primer lugar, podemos ver en esta lectura la manifestación del amor y la misericordia de Dios hacia su pueblo. Así como un pastor busca a sus ovejas dispersas, Dios mismo busca a cada uno de nosotros, nos cuida y nos libra de los peligros que nos acechan. Esta imagen nos recuerda que Dios siempre está presente en nuestras vidas, atento a nuestras necesidades y dispuesto a guiarnos por el camino del bien.
Además, la promesa de Dios de reunir a su rebaño de entre las naciones y llevarlo a su tierra nos habla de la universalidad de la salvación que Dios ofrece a todos los pueblos. Como pastores en la Iglesia, es nuestro deber acoger a todos los hijos de Dios, sin distinción, y guiarlos hacia la verdadera patria que es el Reino de los Cielos.
La imagen de Dios apacentando a sus ovejas en pastos escogidos y en los montes más altos de Israel nos invita a reflexionar sobre la importancia de alimentarnos de la Palabra de Dios y de los sacramentos para fortalecer nuestra fe y nuestra vida espiritual. Los obispos, como pastores del rebaño de Cristo, tienen la responsabilidad de guiar a los fieles hacia esos pastos abundantes donde encontrarán sustento y consuelo.
Y finalmente, la promesa de Dios de buscar a la oveja perdida, de curar a la herida y fortalecer a la enferma, nos recuerda la importancia de la misericordia y la compasión en nuestro ministerio pastoral. Los obispos, como sucesores de los apóstoles, deben seguir el ejemplo de Cristo Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas y busca incansablemente a los que están alejados.
En la segunda lectura tomada de la carta a los Hebreos que acabamos de escuchar, se nos ofrece una profunda reflexión sobre el sacerdocio de Cristo como sumo sacerdote según el rito de Melquisedec. Esta lectura nos invita a contemplar la figura de Cristo como el único mediador entre Dios y los hombres, quien ofrece un sacrificio perfecto y eterno por nuestros pecados.
En primer lugar, se nos recuerda que todo sumo sacerdote es escogido de entre los hombres para representar a la humanidad en el culto a Dios. A través de los dones y sacrificios que ofrece, el sumo sacerdote intercede por el pueblo y expía los pecados. Esta función sacerdotal requiere comprensión y empatía hacia los que están en ignorancia y extraviados, ya que el sumo sacerdote también está sujeto a debilidades y necesidades.
La figura de Cristo como sumo sacerdote es presentada como única y divinamente designada. A diferencia de los sumos sacerdotes terrenales, Cristo no se arrogó a sí mismo esta dignidad, sino que la recibió de Dios Padre, quien lo proclamó su Hijo y sumo sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec. Cristo, en su vida mortal, experimentó el sufrimiento, la obediencia y la entrega total al plan salvífico del Padre, convirtiéndose en el autor de una salvación eterna para todos los que lo siguen.
La imagen de Cristo presentando oraciones y súplicas con lágrimas al Padre nos revela su profunda humanidad y su perfecta unión con la voluntad divina. A través de su sacrificio en la cruz, Cristo nos redimió y nos abrió las puertas de la salvación eterna. Su sacerdocio es único, perfecto y eterno, y su obra redentora nos invita a confiar en su misericordia y en su poder para salvarnos.
En esta celebración de las Ordenaciones Episcopales, recordemos que los obispos son llamados a participar del sacerdocio de Cristo como colaboradores en su obra salvífica. Que sigan el ejemplo de Cristo como sumo sacerdote, ofreciendo sus vidas al servicio de la Iglesia y intercediendo por el pueblo de Dios. Que sean fieles dispensadores de los misterios de Dios y testigos de su amor misericordioso para con todos.
Que la lectura de la carta a los Hebreos nos inspire a vivir con fidelidad nuestra vocación sacerdotal, a confiar en la gracia de Cristo que nos sostiene y a proclamar con alegría la salvación que él nos ofrece.
Finalmente, en el Evangelio que acabamos de escuchar según san Lucas, Jesús envía a setenta y dos discípulos para que vayan delante de Él a todos los pueblos y lugares a los que Él mismo pensaba ir. Esta lectura nos ofrece valiosas enseñanzas sobre la misión y el ministerio de los discípulos de Cristo, y nos invita a reflexionar sobre nuestra propia vocación como seguidores de Jesús.
En primer lugar, Jesús nos revela la urgencia y la importancia de la misión evangelizadora. Al decir que la mies es abundante pero los obreros pocos, nos recuerda que la labor de llevar la Buena Nueva a todos los rincones del mundo es una tarea que requiere la colaboración de muchos. Como discípulos de Cristo, estamos llamados a ser testigos de su amor y su verdad en medio de un mundo necesitado de esperanza y salvación.
Jesús envía a sus discípulos como corderos en medio de lobos, confiando en la protección y la guía del Padre. Esta imagen nos recuerda que nuestra misión no está exenta de dificultades y desafíos, pero que Dios mismo nos fortalece y nos sostiene en medio de las pruebas. Debemos confiar en su providencia y en su gracia para llevar adelante la tarea evangelizadora con valentía y confianza.
La actitud de desprendimiento y confianza en la providencia divina que Jesús pide a sus discípulos, al enviarlos sin bolsa, alforja ni sandalias, nos invita a depender totalmente de Dios en nuestra misión. Debemos estar dispuestos a salir al encuentro de los demás, a llevar la paz y la alegría del Evangelio a quienes nos rodean, sin buscar comodidades ni seguridades terrenales.
Al entrar en una casa o una ciudad, Jesús instruye a sus discípulos a proclamar la paz y a anunciar que el reino de Dios ha llegado. Esta es la esencia de nuestra misión como discípulos de Cristo: llevar la paz de Dios a todos los lugares a los que somos enviados, curar a los enfermos, y anunciar con nuestras palabras y acciones la presencia salvadora del reino de Dios en medio de nosotros.
En esta celebración de las Ordenaciones Episcopales, recordemos que los obispos son enviados por Cristo como colaboradores en su misión de llevar el Evangelio a todos los rincones del mundo. Que sigan el ejemplo de los setenta y dos discípulos, dispuestos a salir al encuentro de los demás, a proclamar la paz y la salvación que Cristo nos ofrece, y a ser instrumentos de unidad y reconciliación en la Iglesia y en el mundo.
Que la lectura del Evangelio de san Lucas nos inspire a vivir con generosidad y valentía nuestra vocación misionera, a confiar en la providencia de Dios que nos envía a ser sus testigos, y a anunciar con alegría la llegada del reino de Dios a todos los corazones sedientos de amor y esperanza. Que la intercesión de Cristo, el Buen Pastor, nos acompañe y fortalezca en nuestra tarea evangelizadora. ¡Que así sea!